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El menú de la cena del jueves

Siempre te preocupas de todos, eso es lo que dices, pero, en realidad, si lo piensas, no te preocupas por nadie. Lo de menos es el menú de la cena de los jueves. El placer consiste en organizar el cotarro, sentirte el jefe, manejando listados. Gobernando.

Recuerdo lo que decía mi amiga la terapeuta de parejas, que la gente se separa porque uno quiere espaguetis y el otro, macarrones. Ahí es donde el amor se hace añicos.

Luego están tus incursiones repentinas a mis genitales. Como a puñados, como un niño en el arenero. Eres un bruto, un animal subconsciente.

Y el tema de la limpieza. Haces que parezca una auténtica cerda. Vale, eso no lo has dicho, pero lo piensas. Que gusto los miércoles cuando venía la asistenta, dices.

Da igual cuánto estire el brazo para limpiar por fuera los cristales. Todo queda eclipsado por aquella vez que hiciste arroz bomba y luego fregaste los platos. Don Limpio, El Fregador, El Conde de la Pica. Vale. Y yo la cerda que nada en la cochambre hasta los miércoles. Epifanía.

A una mujer no se la puede llamar cerda, sabes, ni en sueños. Es un golpe demasiado bajo. Que ya, que tú nunca. Pero lo piensas. Sabré yo leer entre líneas.

No, solo pides lo básico después de matar el mamut, un poco de aseo en la cueva y un servicio completo. Entonces me agarras una teta o me echas la mano a la entrepierna y yo te miro con desprecio, te niego esos derechos naturales, mostrándome arisca y poco dispuesta a bajar al pilón o coger el mocho.

Arturo, eso no es lo mío.

Lo mío eran los besos, decías. Los besos que paraban los trenes y el mundo.

Ahora me conformaría con que dijeras estas pocas palabras:

tienes
razón
en eso.

Lo que sea. Mientras, ahí estás tú, tan contento. Tú. Un hombre del renacimiento sacando lustre a sus talentos. Tú. Un ciudadano resiliente que sale a correr con mascarilla y aprende a tocar el wistle.

Un mamón es lo que eres, y lo que pareces, con esas mallas de colores ácidos.

Confieso que me jode tu capacidad de reinicio. Por lo menos, de algo te ha servido el TDH. A mí, en cambio, me resulta imposible. Y en su lugar retengo los orgasmos y los reproches.

Y no te digo nada.

Y parloteo en silencio mientras suena Taxi Gun, de Metropolitan Jazz Café y arranca el videoclip de los ochenta que es nuestra vida.

Dormís todos.

Me pongo un vino,
otro.

No sé.

Creo que somos los mismos. Todo el tiempo.

Sólo que han dado al
pause
en mitad
de una escena
de mierda.

por Susana Mensaque