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todo es mentira

Se ha hablado mucho de la expulsión de los poetas de la República de Platón por mentirosos, pero el que mentía era él. Aunque la verdad suele verse como barniz de la honestidad, esqueleto de la confianza y casi como el aire que hincha la honorabilidad, si lo pensamos bien nos daremos cuenta de que cualquier sistema social debe su estabilidad a la mentira. La pareja, la familia, el trabajo, la comunidad —andamios temblorosos del Estado— son los escenarios, más o menos abstractos, en los que se desarrolla una precaria función de figurines tan cotidianos que pueden incluso llegar a confundirse con la rica y verdadera y gloriosa y encendida y lumínica y acaso inexistente identidad propia. La verdad, en esos ámbitos, es capaz de derribar las más lustrosas torres.

Piénsese en el banquete de una boda. No hay mayor terror que pensar que a tal o cual miembro de la familia, con una historia conflictiva más o menos conocida por todos, quizá con alguna copa de más, le dé por “sincerarse”. El tipo, de pronto, decide sacar de su pecho esas enormes verdades que le han hecho sufrir tanto tiempo, a lo que sigue una ristra de réplicas de sinceridades de otros que no quieren ser menos y que, a su vez, con apasionamiento, seguramente superando en decibelios el vals de los altavoces, deciden también unirse a la bacanal de verdades sin tapujos, a la desnudez de las almas encendidas en la lujuria extrema que siempre supone arrancarse la piel dejándose ver las entrañas ante la vergüenza ajena de unos, el soponcio de otros, o la honda tristeza de los novios, cuya emulación de principesca elegancia —mentira mayúscula— es de pronto enterrada en una ciénaga de burdel de arrabal.

Recuerdo una campaña reciente en la que a Pablo Iglesias le dio por decir “la puñetera verdad”: los medios y la justicia son corruptos, el PP es un nido de delincuentes, todos sirven a los poderosos, la Constitución, amigos y amigas, no se cumple; unos derroteros certeros y trágicos que llevaron a su acoso y derribo. La gente, al parecer, quería olvidarse de su humillación diaria, de la pandemia, de la certeza de la corrupción y de la muerte y de sus vidas confinadas en salones sin ventanas y votó en masa a una imbécil que prometía devolver el opio a una nación ficcional.

La política, me temo, no se juega en la luz, sino en el fatídico juego de sombras ubicadas en lo más hondo del bostezo de —volvemos a Platón— esa caverna donde los votantes encadenados le van más o menos a tal o cual pantomima de tal o cual prestidigitador. No se le escapó esto al griego de hombros anchos, y por eso otorgaba solo al Gobernante el derecho a mentir.

La verdad es dolor y el verdadero poeta —aquí erró el filósofo—, un desgraciado que, sin pareja, sin familia y sin patria posibles, vaga en soledad impulsado por una herida de luz.

por daniel herrera